Jesse Owens y una amistad que rompió todas las barreras

Deportes11 de agosto de 2024Hernán TorenaHernán Torena
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Escribe: Hernán Torena

Desde lo más alto, su cabeza gira hacia un lado y hacia el otro, no pudiendo entender por completo lo que ven sus ojos. Prolijamente ubicadas en las tribunas del Olympia Stadion de Berlín, miles de personas de distintas nacionalidades lo observan, entre la incredulidad y la admiración por lo que acaba de hacer. A su lado, su amigo, el alemán, levanta los brazos. Por un momento, sus miradas se cruzan y ambos sonríen. Naoto Tajima, el japonés que completa el podio, parece absorto en sus pensamientos. Él disfruta el momento, “su” momento, y cierra los ojos, recordando...

“JC”, respondió el delgado y moreno niño de 9 años a uno de sus maestros, cuando éste le preguntó su nombre. “Jesse”, anotó en su cuaderno el docente, no llegando a comprender con exactitud lo que el pequeño le había dicho. Nieto de esclavos e hijo de granjeros, James Cleveland Owens nació el 12 de septiembre de 1913 en una finca de algodón de Oakville, Alabama. Se trasladó a Ohio junto a sus padres y sus nueve hermanos durante la Migración Negra que significó el desplazamiento de un millón y medio de afroamericanos que huyeron de la segregación imperante en el sur del país.

Mientras oía el clamor de la multitud, una frase resonaba en su cabeza: “Dentro de unos años serás el mejor atleta del mundo”. La misma le pertenecía a Charles Riley, su entrenador en la Fairmont Junior HighSchool. El sueño de Jesse era ser atleta y estaba dispuesto a dar todo por alcanzarlo. Había sido repartidor de mercancías, estibador en vagones de carga y hasta trabajado en un taller de reparación de calzados con el objetivo de darle de comer a su familia. Desde un primer momento, Riley vio que tenía ante sí a un diamante en bruto, a alguien distinto y especial. Owens era flaco, huesudo, casi esquelético, pero ágil y veloz. Muy veloz, mucho más que el resto de sus alumnos.

Tras igualar y batir récords mundiales en la secundaria y en certámenes estatales, llegó a suelo germano con la presión de haberse convertido en la mayor esperanza del atletismo estadounidense. Sus triunfos anteriores en los mismos Juegos Olímpicos habían molestado al régimen nazi, que tenía en Carl “Luz” Long, rubio, de ojos azules y de 1,84 de altura, a la figura que podría opacarlo en la prueba de salto en largo. La orden era más que clara: derrotar a Owens para demostrar la superioridad de la raza aria. Fallar no era una opción válida.

Los dos primeros intentos del norteamericano resultaron nulos, por lo que solo le quedaba una oportunidad que no podía desperdiciar si quería seguir en carrera. Long se le acercó, ante la mirada atónita de los jerarcas presentes en los palcos, y le indicó: “Deberías poder calificar con los ojos cerrados ¿Por qué no trazas una línea unos centímetros en la parte posterior de la tabla y despegas desde allí? Te asegurarás de no cometer falta, y ciertamente debes saltar lo suficiente para calificar ¿Qué importa si no eres el primero en las pruebas? Mañana es lo que cuenta”.

Sorprendido, Owens siguió el consejo de su rival, saltó y pasó a la final. Long fue el primero en felicitarlo y se fundieron en un abrazo que pasaría a la historia. La misma escena se repetiría en la etapa decisiva, al día siguiente, en la que el Antílope de Ébano (como lo conocían por entonces) se quedaría con el primer lugar y el local, con el segundo.

"Fue mi rival más fuerte, sin embargo, me recomendó que ajustara mi actitud en la ronda de clasificación y, por lo tanto, me ayudó a ganar. Hitler debió haberse vuelto loco al vernos abrazados”, diría tiempo después el americano. En varias notas remitidas a su madre, Long, por su parte, afirmaba que “la raza y el color de piel no tienen importancia, no determinan el destino de un pueblo”. El tiempo, o Adolf Hitler, se encargaría de hacerle pagar por sus actos.

Al final de las competencias, Jesse Owens regresó a su país pero no tuvo el recibimiento que esperaba. “Yo no fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a estrechar la mano de mi presidente”, aseguró. Franklin Delano Roosevelt no tuvo intenciones de recibirlo ni le envió siquiera una felicitación por escrito. Tras el desfile en honor a los campeones que tuvo lugar en New York, no se le permitió ingresar al hotel Waldorf Astoria por la puerta principal, por lo que debió llegar a la recepción subido en un montacargas. Nada cambiaría en los tiempos subsiguientes.

El 10 de julio de 1943, conoció la peor de las noticias: Long, herido durante la batalla de Biscari-Santo Pietro, acababa de fallecer en un hospital de campaña de las tropas británicas. En su última carta, de las tantas que solían intercambiarse, le había pedido a Owens que se contactara con su hijo Karl, algo que el estadounidense cumplió a rajatabla: tanto que ambos terminarían protagonizando el muy bien logrado documental “Jesse Owens returns to Berlin”, estrenado en 1966.

“Estoy aquí, Jesse, donde parece que hay sólo arena seca y sangre mojada. No temo mucho por mí, mi amigo Jesse, temo por mi mujer, quien está en casa, y mi hijo Karl, quien en realidad nunca ha conocido a su padre. Mi corazón me dice, si puedo ser honesto contigo, que ésta es la última carta que escribiré. Si es así, te pido algo. Es algo muy importante para mí. Se trata de que vayas a Alemania cuando esta guerra acabe, algún día encuentres a mi Karl y le hables sobre su padre. Dile, Jesse, cómo eran los tiempos cuando no estábamos separados por la guerra. Me refiero a cómo puede ser las cosas entre los hombres en esta tierra”, concluía aquella misiva.

“Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Luz Long en aquel momento”, resumió en pocas palabras Jesse Owens. Claro que allí arriba, parado y luciendo la medalla dorada que minutos atrás había conquistado, no podía saber qué pasaría. Ajeno a un futuro desconocido, solo celebraba. Long hacía lo propio. El triunfo de aquellos dos hombres, el de la tolerancia, la hermandad, la deportividad y la igualdad, estaba consumado...para toda la eternidad.